miércoles, 29 de octubre de 2014

Concurso Castelflorite

Tengo el placer de presentarles el primer ganador del concurso de Castelflorite: Jared Carballo Pérez con su obra Ignis Plantis.
Una obra basada en el género steampunk espero que la disfruten tanto como yo, gracias.

IGNIS PLANTIS

Mientras un enorme sol crepuscular despuntaba sus últimos rayos entre los claros de la niebla londinense, un colosal zepelín despegaba entre las torres de las iglesias modernistas y los nuevos rascacielos de inspiración decimonónica. Este gigante volador expiraba y disparaba por doquier juguetonas nubes de vapor que despedían a la ciudad que por aquel año 2342 había sido declarada ya como la mayor metrópolis del mundo, epicentro del poder y el conocimiento, ocupando la totalidad de Gran Bretaña.
Sin embargo, este carácter megalopolitano no evitaba que muchas personas quisieran huir del sopor de la asfixiante niebla y de la dictadura de los muchos burócratas, que desde sus despachos en lo alto de torres góticas, regulaban de forma totalitaria casi todos los aspectos de la vida cotidiana, salvo uno, el pensamiento.
Uno de estas personas desesperadas por abandonar Londres era Rodrick Clocksworth, arqueobotánico de la Royal Society of International Archaeology (RSIA). En tanto que eran muy pocos los que podían salir legalmente de Gran Bretaña, cabe destacar que este hombre había conseguido obtener un permiso gracias a su talento para recuperar la información genética de plantas ya extintas a partir del análisis de los carbones recogidos de yacimientos arqueológicos de las más variadas cronologías y ubicaciones, lo cual era sin duda de gran utilidad para el gobierno británico, ya que habían pasado ya varias décadas desde la extinción de las últimas plantas salvajes, y necesitaban de forma urgente criar de forma artificial distintas variedades en invernaderos para la producción de oxígeno.
Así pues, Rodrick aprovechó el viaje en el zepelín hidropropulsado hacia la vieja España para relajarse. Entró a su camarote de lujo con muebles cubiertos de marfil y roble, y tras servirse una copa de brandy comenzó a desnudarse sobre una mullida cama de seda con dosel, pero tenía tanto, tanto sueño que no llegó a quitarse la levita.
“Damas y caballeros, en 10 minutos aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Castelflorite, les recomendamos que se vayan preparando para dirigirse hacia la salidas de la nave”, dijo dos horas después una suave voz que despertó a Clocksworth. Al joven arqueobotánico no le quedó otra que levantarse, abrocharse los botones del chaleco y la levita, alisar suavemente las arrugas de sus pantalones de franela y ponerse sus altas botas de cuero marrón y su sombrero de copa turquesa.
Al salir de su camarote, echó sutilmente un vistazo a ambos lados del pasillo, pues no deseaba desafortunados desencuentros con los miembros de la alta sociedad londinense, no eran más que una panda de víboras trepadoras ansiosas de poder y embriagadas por el lujo. Tal y como esperaba, no había más que señoras de largos vestidos activando sus botas retropropulsadas y caballeros cargando equipajes flotantes de cuero. Esperó en el umbral a que la zona se despejase y avanzó elegante por los pasillos llevando únicamente consigo un maletín con probetas para recoger muestras, pues no esperaba que su estancia se prolongase demasiado. Mientras esperaba a que el zepelín abriera las compuertas, aprovechó para contemplar las vistas desde los enormes ventanales de proa.
Hacía tiempo que Castelflorite había dejado de ser un pequeño pueblo en medio de la comarca monegrina de Huesca, y gracias a los descubrimientos de restos fortificados medievales en lo alto de la colina en 2013, el pueblo empezó a adquirir un gran potencial económico, sobre todo durante el Arqueosiglo XXII, momento en el que la Arqueología llegó a ser la profesión más valorada y se consideraba todo un privilegio, aunque ya en el siglo XXIV estaba en claro detrimento, siendo Rodrick uno de los pocos afortunados que quedaban. Para entonces, el pueblo monegrino se había convertido en una ciudad de mediano tamaño con calles adoquinadas, altos edificios comerciales
y agujas de inspiración medieval por doquier, una suerte de foco turístico para los amantes de la Edad Media.
Tan pronto como las puertas se abrieron, Clocksworth tomó la delantera entre la muchedumbre y contrató en la pista de aterrizaje un carruaje motorizado de chapa dorada con caballos autómatas de vapor para que le llevara hasta el centro. Allí se erguía imponente en la colina el Castelflorite Castle Museum (la influencia anglosajona ya era notable en todo el globo), una enorme estructura de vidrio de los más variopintos colores con forma de fortaleza islámica, refulgente cual faro en medio de la oscuridad a pesar de que el centro de la ciudad estuviese repleto de altos edificios con imponentes carteles de neón.
Como siempre, el arqueólogo tomó un paso decidido pero pausado en su ascenso por las escaleras de mármol de la colina sin dejarse sorprender por las maravillas retrofuturistas, ya que hacía tiempo que éstas le habían hastiado en Londres. Él hubiera preferido un sencillo pueblo entre campos de cultivo donde realizar su trabajo y donde al final del día pudiera tomarse cómodamente un té viendo la puesta de sol.
Para su fortuna, se había conservado la musealización interior del yacimiento de principios del siglo XXI según las órdenes de sus fundadores, así que disfrutó de un breve paseo sobre tablas de madera entre los cimientos ya consolidados de las diferentes fases de ocupación y carteles con imágenes del registro material asociado. No obstante, sus intentos por leerlos fracasaron cuando oyó una voz de fondo que le llamaba. Se trataba del Sr. Alonso, el excéntrico cincuentón conservador del museo, que al igual que su interior, había conservado la actitud y la moda del siglo XXI, sin duda una reliquia humana.
Tras intercambiar unas breves frases de presentación y cortesía, Clocksworth informó a Alonso tras enseñarle su identificación de la RSIA que tan sólo necesitaba recoger un par de muestras de los microcarbones, y al conservador no le quedó otra que asentir nerviosamente mientras jugueteaba con su antiquísimo iPhone 6S: la supremacía de la Royal Society of International Archaeology era demasiada como para obstaculizar la tarea de uno de sus miembros.
Rodrick se informó de que el laboratorio y archivo del museo se encontraba en un edificio llamado El Antiguo Refugio, no muy lejos de la colina. Sin más dilación, el arqueobotánico se despidió gentilmente del extrañado Alonso y caminó rápidamente hasta la salida esquivando a un grupo de turistas. Una vez salió de la voluptuosa estructura de vidrio, Clocksworth agitó dos veces el broche dorado de su levita color vino y desde ésta se desplegaron automáticamente dos majestuosas alas plateadas llenas de engranajes que reflejaban las miles de luces de la ciudad. Conectadas a su voluntad, estos ingenios pronto empezaron a batir elevando a Rodrick a unos cuantos metros del suelo y lo dirigieron hacia El Antiguo Refugio.
Pronto se vio escondida entre los altos edificios neorrománicos y neogóticos una pequeña casa de color amarillo chillón sobre la que habían construido tres pisos de nuevas instalaciones a imitación de sucesivos nidos de pájaros. Por lo visto, al igual que con el interior del Castleflorite Castle Museum, sus fundadores habían decidido que la arquitectura se conservase en lo máximo posible de lo original, a pesar de lo precaria que pudiese parecer en comparación con las estructuras más modernas.
Al aterrizar sobre un pavimento de miles de trozos de cerámica, las alas plateadas del arqueólogo se retorcieron y encogieron en el interior de la levita lentamente, al tiempo que Rodrick iba sacando la identificación de la RSIA para que el guarda de seguridad le dejara entrar. Tras comprobar que el ambiente de la primera planta de la casa era bastante fiel al de principios del siglo XXI, se dispuso rápidamente a ascender por un ascensor en forma de reloj a la segunda planta, lugar donde se encontraba guardado el registro material de El Castillo, un laberinto de cajas de cartón que contenían los miles de elementos que se habían encontrado en las numerosas
campañas. Acostumbrado a trastear entre antiguos almacenes, Clocksworth no tardó en encontrar su objetivo: tres pequeños botes escondidos en la sección de Registro Antracológico que contenían los microcarbones de la Juniperus thurifera, la Rhamnus alaternus y la aphyllantes monspeliensis.
Al tiempo que recogía cuidadosamente las muestras con las probetas, los ojos de Rodrick Clocksworth transmitían un profundo alivio. Gracias a estos polvillos azabaches los científicos de la Unidad de Recuperación Ecológica en Londres conseguirían reconstruir en un invernadero las últimas plantas que faltaban del ecosistema de desierto europeo. Sin más dilación, se dispuso a salir del anacrónico y nostálgico edificio con el pensamiento de que quizás una vez cumplida con éxito su misión, por fin la RSIA decidiera concederle unas merecidas vacaciones, algo casi imposible de conseguir en el laborioso siglo XXIV.
Llegaba el fin del atardecer a Castelflorite, y miles de golondrinas revoloteadoras corrían a esconderse entre los cientos de nidos de El Antiguo Refugio, tal y como llevaban haciendo desde hacía siglos. Dado que el cansancio estaba empezando a hacer mella en los ojos del pobre Rodrick, éste no dudó en cruzar la calle al divisar a lo lejos un humilde pero elegante hostal construido con millones de engranajes dorados entre los transeúntes y los carruajes motorizados.
Para su sorpresa, encontró dentro una acogedora recepción que hacía las veces de taberna con todo el inmobiliario de madera nacarada y damasquería. Si bien el lugar estaba vacío, aunque éste hubiera estado lleno de gente, tan sólo una persona hubiera atraído su atención. La más hermosa mujer que los ojos de Clocksworth habían observado se encontraba concentrando sus enormes ojos turquesa en la tarea de limpiar vasos, a un rápido ritmo al que bailaban acompasados sus cabellos dorados que caían cual cascada sobre un hermoso vestido tradicional cuyo vertiginoso escote dejaba a relucir unos turgentes pechos. Sudoroso y transpirando testosterona, el apuesto arqueólogo preguntó con voz trémula si quedaba alguna habitación libre; y la recepcionista, sorprendida y juguetona por la presencia de tan apuesto y distinguido cliente, le indicó con sus manos de terciopelo blanco y enjabonado que la siguiese. Ascendió lentamente una escalera de caracol intentando evitar posar su mirada sobre la espectacular figura de su anfitriona, pero al llegar a la puerta ya abierta de la habitación, los nervios hicieron que su gran maleta de cuero cayera estrepitosamente y las probetas con los microcarbones rodaron por todo el cuarto. Intentando retomar la compostura, se apresuró a recoger el contenido, con tal mala suerte que chocó torpemente con la joven y terminaron ambos sobre el suelo enmoquetado, uno encima de la otra. Avergonzado porque la recepcionista notara cuán abultado estaba el equipaje de su entrepierna en ese momento, Rodrick intentó levantarse. De repente, notó como dos manos atenazaban las suyas, y al ver el brillo azulado de su mirada y una sonrisa de marfil entre labios carmesíes, supo que la recepcionista necesitaba lo mismo que él. Olvidar.
Una suave luz arcoíris penetró en los cerrados ojos del arqueólogo y lo despertó súbitamente envuelto en sábanas blancas que ocultaban su desnudez. Somnoliento, Rodrick se levantó tal cual estaba y abrió las vidrieras de la habitación de par en par. Tras breves segundos de ceguera, se acostumbró a la luz y contempló con admiración cómo los rayos solares atravesaban el castillo de vidrio de Castelflorite, inundando a la ciudad y a las esquivas golondrinas de millones de colores. A pesar de la espectacular visión, hubo algo que le llamaba más la atención en el interior del cuarto. Primero miró los frasquitos de muestras que aún estaban dispersos por el suelo, esos frasquitos que le prometían un brillante futuro en la jaula de oro londinense. Luego volvió la mirada a la cama y contempló como su compañera de fogosas aventuras nocturnas aún yacía durmiendo en la cama, y el alba multicolor iluminó la permanente sonrisa de la dama.
Rodrick Clocksworth llevó su mano derecha a la cabeza y comenzó a jugar con su pelo, gesto que siempre hacía cada vez que debía tomar una decisión. El gran dilema de su vida: vagar por el mundo en busca de un futuro mejor o enraizarse a alguien y disfrutar de la vida día a día. ¿Había
llegado el momento de elegir o podía permanecer indeciso como el impredecible vuelo de las golondrinas?
Así todo, nadie sabe qué razones llevaron a Rodrick a dirigir sus pasos hacia la cama, llenando las sábanas de manchas negras y rojas por haber aplastado con los pies sin querer las probetas que contenían las muestras carbonizadas. Al parecer, tampoco esto le importó. Lo único que se sabe es que el joven Clocksworth jamás volvió a aparecer por un salón londinense para tomarse su rutinario té de la tarde. Es más, según se rumorea, ni siquiera volvió a Inglaterra, y aún en ciertos círculos de debate comentan que sustituyó su pasión hacia la tierra y las plantas por una nueva pasión hacia el fuego del amor.

por Jared Carballo Pérez.

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