Al término de cada semana, me gusta leer algún cuento, alguna poesía, algún relato,... independientemente de la obra que esté leyendo en el momento. Lo utilizo a modo de transición; un ritual aparentemente improvisado y cargado de mensajes y sensaciones.
Para hoy, elijo un precioso cuento de Hans Christian Andersen.
En
todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las
noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata
a la fragante reina de las flores.
No
lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados
camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una
tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las
ramas de los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los
oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de madreperla.
Tenía
el rosal una flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el
ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de
rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama
sobre unas grandes piedras.
-Aquí
reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba,
esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la
Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la
tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre
ruiseñor.
Y el
ruiseñor siguió cantando hasta morir.
Llegó
el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito
encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero;
la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó:
Era un
día magnífico, de sol radiante; se acercaba un tropel de extranjeros, de
francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un
cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la
rosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otra
parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha
prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó:
«¡Es una rosa de la tumba de Homero!».
Tal fue
el sueño de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota
de rocío desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió
el sol, y la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de la
calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos
que la flor viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte que cortó
la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las
auroras boreales.
Como
una momia reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño,
lo oye abrir el libro y decir: «¡He aquí una rosa de la tumba de Homero!»
Os deja un buen sabor de arte,
Juliet Jones.
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