sábado, 16 de mayo de 2015

Lo que nos encontramos por el camino; Campos de fresas, de Jaime Cantó.



  Hay cosas que nos encontramos por el camino y que, a veces, nos sabe mejor que cualquier otra obra del más apremiado autor.

  Y así ocurrió cuando un amigo me dio una gran noticia: ¡había ganado un concurso de relatos! No sabía lo que había presentado, así que lo leí y me sorprendió mucho, sobretodo por la forma de contarlo. La temática no le hace menos, ¿cómo un tema tan escalofriante se puede quedar en tu corazón y, a la vez, hacer razonar positivamente a tu cerebro? Muy sencillo, tenía todo los elementos para que fuera algo vivo y cercano, algo atractivo que se debe a una construcción e hilo muy bien cuidados.


  Como véis, aún no os he contado nada, pero prefiero que lo leáis vosotros y que compartáis vuesta opinión. 





  Advertencia: yo no pude despegar la vista.








CAMPOS DE FRESAS



"La campana de la escuela nunca ha sonado para mí. Ni siquiera he estado cerca de una, o de una iglesia, o un hospital u otra casa que no sea, con escasas excepciones, esta en la que vivo. Situada junto a un lago de aguas oscuras y rodeada de bosques de abetos, la cabaña ha sido mi hogar durante toda mi vida; y aquí, algún día, moriré.


La cabaña la construyó algún antepasado mío. Alguien que decidió que no necesitaba la civilización para vivir, que pensó que la naturaleza le podría proporcionar todo lo necesario para una existencia plena, pero que pronto se dio cuenta de que le faltaba algo, que la soledad podía ser muy cruel y mezquina, y que había instintos contra los que no se podía luchar. Y se dispuso entonces a salir y buscar a una mujer que le diera un hijo, un hijo varón al que enseñarle todas las cosas que había aprendido durante todos esos años de aislamiento voluntario e inculcarle la idea de que él hiciera lo mismo.


Y así, generación tras generación, hasta llegar a mí.


La cabaña está lo bastante aislada como para que los pocos indicios que tengo de que hay una civilización sean el sonido del ferrocarril, que algunos días en los que el viento es favorable llega hasta aquí, o el disparo lejano de algún cazador. Está tan alejada de todo como para que nadie, excepto yo, conozca su existencia. Aun así, en alguna ocasión alguien se ha acercado demasiado y ha sobrepasado lo que a mí me gusta denominar «línea de seguridad».


A cierta distancia de la cabaña, tengo localizadas ciertas señales que me ayudan a averiguar si alguien se aproxima demasiado: una madriguera de conejos, un nido de pájaros, un enjambre de abejas… Soy capaz de, a pesar de la distancia, sentir cualquier sutil cambio que inquiete a sus habitantes y una abeja que vuela agitada o un pájaro que no canta de la manera habitual son señales que me avisan de que algo extraño pasa; y entonces me pongo en guardia y si las señales aumentan salgo a ver qué pasa. He aprendido a moverme en silencio entre los árboles y sobre la broza que cubre la tierra, a ser sigiloso para no molestar a la naturaleza. Dentro de lo salvaje que pueda parecer un bosque, en él todo está en su lugar y estado precisos para que funcione como un organismo vivo, en un estado de equilibrio perfecto que la mínima intromisión puede hacer que todo, como si de una reacción en cadena se tratase, empiece a funcionar mal. He aprendido que, la mayoría de las veces, es el propio bosque el que se encarga de expulsar o engullir cualquier elemento nocivo pero, en ocasiones, ese elemento es fuerte y, entonces, entra en juego mi plan de rechazo: me aproximo al sujeto y, tras observar sus intenciones, me ayudo de su estado de ánimo y de la naturaleza para intentar alejarlo; así, si me encuentro con un excursionista despistado, lo obligo a tomar la dirección adecuada que debe seguir para volver al camino más cercano o, en caso de que sea un cazador, imitar el canto de los pájaros o señalar el suelo con rastros falsos de liebres o ciervos para redirigir sus pasos suele ser suficiente. En cualquier caso, he llenado el bosque de trampas y si alguna vez alguien cayera en alguna de ellas, que tenga por seguro que va a ser imposible que se libre.


Ahora estoy solo, pero eso no ha sido siempre así. Hasta hace unos años, mi padre estaba conmigo y recuerdo a mi madre cuando pienso en mi infancia. Ahora no está ninguno de los dos, pero me enseñaron lo suficiente como para conocer lo elemental del mundo que me rodea. Muchas de esas cosas, por inútiles, ya no las recuerdo; casi que no recuerdo hablar, hablar con palabras quiero decir, nada que ver con comunicarme. Incluso cuando estábamos mi padre y yo solos, apenas nos dirigíamos el uno al otro. Yo lo miraba y eso era suficiente para saber qué es lo que querría o si estaba haciendo algo bien o mal.


Otras cosas como leer o escribir han desaparecido por completo de mi mente.


Cuando la oscuridad cae sobre la cabaña, el rumor del lago se convierte en la respiración pausada de un enorme monstruo que, amenazante, aguarda en las profundidades. En las ocasiones en las que ese sonido se introduce en mis sueños, corro hacia la negrura del bosque, desnudo, todo lo deprisa que puedo, hasta que lleno de arañados y magulladuras caigo reventado y duermo en el húmedo suelo hasta que un rayo de sol o la presencia de algún animal me despierta. La vuelta a casa se convierte en una odisea. Vago por el bosque intentando encontrar un camino que no existe hasta casa. Todo en ese bosque que tan bien conozco me parece extraño y tenebroso y me hace sentir minúsculo y me recuerda que yo no pertenezco a ese lugar, que soy un elemento insólito y tiemblo al pensar en la posibilidad de que toda mi vida sea una mentira, que, en realidad, soy como cualquier persona, que he estado viviendo una quimera. Entonces lloro y sé que no es así.


Cuando tenía unos cuatro años descubrí en una claro del bosque, no muy lejos de la cabaña, varios fresales. Nunca dije nada a nadie y si alguien sabía de su existencia tampoco me lo dijeron a mí. Ese espacio se convirtió en mi lugar, el sitio al que huir cuando las cosas en la cabaña no me gustaban. Desde entonces, cada mañana voy a visitar mis «Campos de fresas». Quería que nadie lo descubriera y aprendí a protegerlo del resto de mi familia. He pasado allí días enteros cuidando de los fresales: los riego, les quito las hojas secas, miro que ningún insecto los ataquen, les hablo, les canto, los acaricio, pruebo las fresas cuando sé que mejor están… y cuando su sabor ácido y dulce todavía llena mi boca, me tumbo junto a ellos y cerrando los ojos imagino a otros niños haciendo cola para probar mis fresas; y yo los cojo de la mano y, uno a uno, los acompaño junto a un fresal rebosante de rojas bayas maduras, las frutas más deliciosas que nadie ha probado jamás, y cuando acercan las manos para coger una fresa el arbusto desaparece y los niños caen por un precipicio que ha aparecido en su lugar. Y mientras caen les digo que nada es real, que no existe nada por lo que perder el tiempo preocupándose. Y entonces abro los ojos y pienso si todos esos niños no serán yo mismo, si los Campos de fresa no serán solo el resultado de mi incomprensión de todo lo que me rodea o si algún día no seré yo mismo el que caiga al precipicio.


Hoy cumplo veinte años. Es la edad a la que tengo que ir a buscar una mujer y tener un hijo con ella; quizás a alguna granja, quizás a algún solitario andén. Caminaré durante días, intentando no dejar ningún rastro, hasta encontrarla. Tendrá que ser una mujer fuerte, fértil y joven. La llevaré a la cabaña y la preñaré hasta que para un varón. Y, dejaré que lo críe hasta que sea un chico fuerte, lo que pasará cuando cumpla cuatro o cinco años, y, aunque nunca vaya a serle necesario, permitiré que le enseñe todo lo que debe saber de la civilización: a leer, a contar… Es lo correcto. Y, cuando llegue el momento, un día iremos los tres a lo más profundo del bosque y enseñaré a mi hijo cómo se deja inconsciente a una persona, a atarla para que no pueda soltarse y a colgarla por los pies de la rama más resistente de un árbol. Tomé algo de la naturaleza que no me correspondía y la naturaleza me dio una vida; ahora se la tengo que devolver. Esperaré a que la mujer recobre el conocimiento y solo en ese momento me marcharé dejando allí a mi hijo. Es su madre y se merece estar con ella hasta el final. Es lo correcto, no soy un salvaje. Y luego, él mismo sabrá encontrar el camino a casa. Y, por muy profundo en el bosque que la hayamos llevado y por mucho tiempo que pase, seguirá oyendo los gritos suplicantes de su madre durante el resto de su vida. Lo sé porque los chillidos de mi madre todavía resuenan en mi cabeza. Quiero que sea así, quiero que la recordemos; no somos salvajes.


Llegará el día en que ese hijo mío tenga que aceptar su destino y quedarse solo en la cabaña. A partir de ese instante, su vida tomará el destino que él decida, pero espero haber sido tan buen padre y haberle enseñado lo suficiente como para que decida seguir con la misma vida que durante generaciones hemos llevado en mi familia. Y será el día en el cual mi hijo se dé cuenta de que ya no necesita a su padre, de que ya ha aprendido de él todo lo que necesita y que me he vuelto viejo e inútil. Y ese día, mi hijo atará mi cuerpo sin sentido al tronco de un árbol que yo mismo habré talado para esa ocasión, lo arrastrará hasta la orilla del lago y dejará que la corriente lo lleve aguas a dentro.


Y cuando las heladas aguas me hagan recobrar el sentido solo tendré un instante antes de que mis pulmones se inunden para recordar mis Campos de fresas y a todos esos niños que ahora se salvarán de caer en el precipicio."

Fdo: Jaime Cantó.


  Espero que os haya gustado e inquietado. Si no es así y/o pensáis algo distinto, no tenéis más que comentarlo.

  Os deja un buen sabor de arte,

 Juliet Jones.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho, como asegura que no son unos salvajes pensando que la situación es totalmente lógica mientras el lector sabe perfectamente que es una situación horrible.

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    1. Claro, para el prota es su día a día; fuera de eso todo es peligroso. La verdad es que da para un análisis sociológico como mínimo jaja. Creo que aquí el lector se ve muy implicado y eso una parte importante de la lectura. Para esto, el autor del relato, supogo que tuvo que "predecir" la reacción del lector y esta es una situación muy arriesgada, que en mi opinión ha consegido salvar al ser un tema bastante fuerte para esta sociedad.

      Me alegro de saber tu opinión. Un beso :)

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